Julián Guzmán murió aplastado por un ficus que él mismo había plantado. Todo conspiró en su contra durante la noche del miércoles.

El calor. El aire que se siente como si saliera de un soplete. Después la noche, el viento repentino y violento, la tormenta de tierra, los relámpagos. Por las ventanas del barrio se ve el preludio de una película de terror. Los árboles se sacuden, las luces tambalean. Los malos presagios son inevitables. Algo espantoso está por suceder.

“Si yo sabía que esto terminaba así, no le tocaba el portero. Quién me manda a mí a decirle que corra el auto. Pero es que él tenía locura por su autito, todo el tiempo le estaba haciendo alguna cosa, arreglándolo. Quién me manda… Debería haberme guardalo la mano en el bolsillo”.

Lucas Zerda (60 años) no sabe cómo vivir con el cargo de conciencia. A menos de 24 horas de la trágica muerte de su sobrino Julián, está sentado en una silla de plástico en la vereda, mirando lo que que quedó del árbol que aplastó el Fiat Uno y que derribó la alegría de toda la familia.

El tío Lucas recibe las condolencias de los vecinos que desfilan por la casa materna, donde se ha improvisado el velorio. Nadie ha pegado un ojo en la Monteagudo al 1.800. Cuesta entender lo que ha ocurrido durante la noche del miércoles.

Julián Gerardo Guzmán tenía 39 años, tres hijos chicos (de 13, ocho y cinco años) y hacía dos días que había vuelto a instalarse temporalmente en la casa de sus padres. Se dedicaba a hacer el mantenimiento de un edificio y también trabajos particulares de electricidad. “Era muy trabajador, estaba todo el día ocupado y cuando le sobraba tiempo hacía algo en su autito. Donde estaba él había una carcajada, era un chango muy alegre. Siempre que venía por acá, antes de entrar a la casa de sus padres, pasaba por la mía a darle un beso a mi mujer, su tía. Le hacía alguna broma, la mimaba y le alegraba el día. Quién me manda a mí…”, se mortifica Lucas. Es creyente y entiende que en las cosas de Dios nada pueden hacer los hombres, pero no puede evitar lamentarse.

Desesperación

Cuando comenzó el viento, Lucas se dio cuenta de que uno de los dos ficus plantados en la vereda de la casa se movía demasiado y que la base comenzaba a agrietarse. Notó que un taxista había movido su auto por las duda y se le ocurrió decirle a su sobrino que hiciera lo mismo. Julián salió apurado y entró al Fiat Uno por el baúl, porque tenía un problema con la puerta. Cuando terminaba de meterse, el árbol se desplomó de golpe.

“Yo fui corriendo a la calle a ver si había salido por el otro lado, lo buscaba entre las ramas del árbol caído. Pero no, estaba adentro del auto. Un vecino llegó y de la locura rompió el parabrisas para ver si podía sacarlo, pero ya no había nada que hacer”, recuerda Lucas.

“Esto ha sido una locura. Yo casi me caigo de espaldas cuando vi lo que pasó. Los vecinos se revolucionaron, eran muchísimos hombres intentando levantar el árbol con la esperanza de encontrarlo con vida. Era imposible, pero en la desesperación la gente intentaba hacer cualquier cosa”, cuenta Graciela Burgos, mientras observa desde la vereda de enfrente el velorio en la casa de Julián.

Nada que hacer

Según algunos vecinos y parientes, varias veces le pidieron a la Municipalidad y a los políticos que se acercaron al barrio que sacaran el par de ficus que la propia víctima, Julián, había plantado hace poco más de 10 años. Por la Monteagudo corre de manera constante un río de agua servida que mantiene permanentemente húmedo el suelo. Quienes viven en la cuadra atribuyen a esa pérdida cloacal el debilitamiento de las bases de los árboles.

“La Policía llegó rápido, después vino Defensa Civil y al final los Bomberos. Cortaron y se llevaron el árbol caído, pero les imploramos que vengan a sacar el otro. Dijeron que iban a venir hoy (por ayer) a las 9, pero se postergó el trabajo por el velorio. Espero que no se olviden de nosotros y asuman el compromiso, no queremos que algo así vuelva a ocurrir”, suplica Lucas.

En el funeral, concentrado principalmente en la vereda donde yació durante varias horas el cuerpo de Julián, las miradas se clavan en el ficus ahora truncado. Es el mediodía y algunos aceptan los sánguches de milanesa que ofrece Carolina Argüello, una de las primas de Julián. Hay más confusión que llantos. El sepelio estaba programado para las 17 de ayer.

“Yo sólo pido que no se olviden de sacar los árboles que están así, que la escuchan a la gente cuando pide que talen los árboles peligrosos. Y a Dios le ruego que me saque estos pensamientos de la cabeza -enfatiza el tío Lucas-, porque no puedo vivir torturándome con este sentimiento de culpa”.

Comentarios